En la estación del tren, una mujer vetusta y aturdida por el vaivén urbano no sabe interpretar los símbolos que, a su juicio, revolotean cuadriculados y colorados en el pedazo de metal colgado del techo. Sin embargo, sí sabe que debe ver a su hermana que espera en la parada 23 de la "línea azul", lugar de residencia de su hermana según el amable guardián de la entrada.
Luego de un rato, no encuentra la señora más líneas que las amarillas que separan los andenes y el azul sólo es visible en la gota de cielo que deja entrever la claraboya superior, de resto, todo es gris, frío, metálico. En su creciente desespero, pide ayuda a un joven -Mire usted los rótulos- le dice. -No sé leer- responde tierna y tímidamente la mujer. Pregunta a una jovencita -Revise el folleto, está el horario y recorrido- le contesta la joven. -No sé leer- responda tímida y tiernamente la señora. Otro muchacho pasa a su lado con la mirada perdida - Pregúntale a un operario, yo tengo prisa- espeta el joven vagamente y corre escopetado hacia un vagón.
Los jóvenes no salen del asombro de saber que , en la moderna y avanzada civilización, la mujer no ha aprendido a leer. La mujer no sale del asombro de que ningún joven sea capaz de explicarle el camino, se asombra más aún al reconocer a la letra como vencedora de la palabra en la avanzada y moderna civilización. Para ella no más que una callada, gris, metálica, cuadriculada, impasible, temerosa de pausa y de tacto.
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